Hace pocos meses, una noticia inundó las secciones de ciencia de varios sitios web: “La pasta no engorda, según un estudio científico” fue el titular más común de las notas basadas en un documento publicado por el Instituto Mediterráneo Neurológico. El hallazgo parecía creíble cuando se describía que había sido determinado tras un análisis de la relación entre el consumo de pasta y el índice de masa corporal en 23.000 italianos. Sin embargo, la mayoría de notas publicadas, omitía importantísimo detalle: la patrocinadora de dicho estudio era nada menos que Barilla, una conocida empresa italiana de pasta.
El caso reabrió el debate sobre el recurrente problema de los conflictos de intereses y las estrategias que industrias como la de alimentos, tabaco y medicamentos utilizan para influir en la investigación o, directamente, esconder unos resultados poco favorables para sus negocios. La misma noticia que hasta hoy aparece en 445 mil enlaces de Internet obliga a los periodistas a preguntarnos la forma cómo valoramos la calidad de fuentes especializadas y científicas. ¿Cómo leemos una investigación originada en un instituto, universidad o por un grupo de académicos? ¿Nos preguntamos quién es el patrocinador del estudio? ¿Verificamos con otros expertos si la metodología en la que se basa es fiable o tiene muchas limitaciones? ¿La muestra es representativa? ¿Comprendemos plenamente los resultados?
Cuando los periodistas recurrimos a una fuente especializada buscamos darle solvencia al argumento de un tema, confirmar la interpretación de datos o aportar contexto. Nuestra responsabilidad recae estar plenamente seguros de la hoja de vida del experto o de la trayectoria de la organización que seleccionamos como fuente especializada.